
El ceramista, cuando se enfrenta a una pieza, siempre tiene presente que su contacto con la arcilla va a transformar el barro y que la fascinación de su trabajo radica, precisamente, en esa transformación.
Cuando modela, esmalta, tornea , diseña o cuece, está entablando una batalla pacifica o feroz -quien sabe- con el medio para transformarlo.
El medio es plástico, es suave y se deja, porque dentro de sí lleva lo que quiere el ceramista y él lo ve; percibe lo que quiere sacar de su interior.
Unas veces lo consigue y otras no, unas veces la transformación va surgiendo ante sus ojos y otras tiene que esperar distintos medios -como el fuego- para poder observarla.
El bruñido es una de las primeras.
Le haces frente a una figura tenue, deslucida, un poco húmeda y áspera. Puliéndola vas transformando la superficie en cristalina. Aflora entonces un espejo en el que te reflejas y la obra va adquiriendo como una piel, como un pijama que tu le pones.
Estás vistiéndola y ella te lo agradece porque sus formas resaltan y se hacen más gráciles, más suaves y elegantes.
El Bruñido es una de esas magias que fascinan, sin ninguna duda.
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